Saltar al contenido principal

kafka

En la lucha entre uno y el mundo, hay que estar de parte del mundo

Franz Kafka

El 3 de julio de 1883, nacía en Praga Franz Kafka. Indudablemente, se trata de uno de los autores fundamentales del siglo XX que sigue interpelando en presente. Como supieron decir Giles Deleuze y Félix Guattari, la literatura de Kafka “no es un viaje a través del pasado, su literatura es la de nuestro porvenir”.

La anécdota es conocida: Kafka fue a visitar a su amigo Max Brod una tarde, atravesó una pieza donde estaba recostado, somnoliento, el padre de Brod que, al sentir su presencia, se despertó. Kafka le dijo: “Le ruego, considéreme un sueño”. Así también nos sentimos cuando leemos sus obras, como inmersos en un universo que mezcla el sueño y la vigilia sin poder definirse.

En Kafka, todos los espacios parecen conectarse, el tiempo se vuelve difuso, los procesos duran años o quizás son sólo horas. Borges señalaba que, en su obra, se vuelve literatura la paradoja de Zenón, esa que hablaba de la carrera en la que Aquiles, el de los pies ligeros, nunca podría alcanzar a una tortuga que tuviese diez metros de ventaja. Porque, en el tiempo en que Aquiles recorre esos diez metros, la tortuga avanzaría uno. Y cuando Aquiles alcanzase ese metro, la tortuga ya estaría un centímetro más adelante. Y, cuando Aquiles alcanzase ese centímetro, la tortuga estaría un milímetro más adelante y así sucesivamente. Esa sensación de carrera infinita que siempre atrasa su línea de llegada recorre las obras de Kafka, principalmente sus novelas, forzosamente inconclusas. América, El castillo y El proceso son ejemplos acabados de ese juego de eternos acercamientos que amenazan con hacer estallar cualquier sentido claro sin brindar la calma de una respuesta.

En la excelente versión fílmica de El proceso que realizó Orson Welles, el protagonista dice: “Ese es el complot. Convencernos a todos de que el mundo no tiene sentido (…) He perdido mi caso. ¿Qué me importa? Usted también pierde. Todo está perdido. ¿Y qué? ¿Sentencia eso al Universo entero a la locura?”. El temblor que nos producen esas preguntas recorre el universo kafkiano y parece preanunciar los regímenes fascistas que se erigirían poco después. Walter Benjamin señalaba que la experiencia contemporánea que narra Kafka no implica una dislocación de la existencia sino que es el estado mismo, “normal” de las cosas.

La búsqueda kafkiana es la de una línea de fuga, una salida, no la de la libertad. Nunca habrá una solución a estos problemas, siempre demasiado incomprensibles, que son parte de la vida de nuestras sociedades modernas. Y, sin embargo, a pesar de su fama de escritor angustiado y pesimista, hay en Kafka un enorme humor. Brod recordaba que Kafka debía interrumpir sus lecturas en voz alta porque la risa a veces no le permitía seguir. Siempre hay una entrada cómica posible a sus textos.

Autor infinito, de inteligencia y sutileza implacable, la obra de Kafka sigue haciendo andar sus mecanismos de los que todos somos engranajes. Escritor necesario, nos muestra contradicciones que siguen vigentes. Para recordar el natalicio de este gran escritor, adjuntamos un breve texto en el que aparecen sus procedimientos e invitamos a seguir leyéndolo en la biblioteca.

Un mensaje imperial

El Emperador, tal va una parábola, te ha mandado, humilde sujeto, que eres la insignificante sombra arrinconándose en la más recóndita distancia del sol imperial, un mensaje: el Emperador desde su lecho de muerte te ha mandado un mensaje para ti únicamente. Ha comandado al mensajero a arrodillarse junto a la cama, y ha susurrado el mensaje; ha puesto tanta importancia al mensaje, que ha ordenado al mensajero se lo repita en el oído. Luego, con un movimiento de cabeza, ha confirmado que está correcto. Sí, ante los congregados espectadores de su muerte -toda pared obstructora ha sido tumbada, y en las espaciosas y colosalmente altas escaleras están en un círculo los grandes príncipes del Imperio- ante todos ellos él ha mandado su mensaje. El mensajero inmediatamente embarca en su viaje; es un poderoso, infatigable hombre; ahora empujando con su brazo diestro, ahora con el siniestro, taja un camino al través de la multitud; si encuentra resistencia, apunta a su pecho, donde el símbolo del sol repica de luz; al contrario de otro hombre cualquiera, su camino así se le facilita. Mas las multitudes son tan vastas; sus números no tienen fin. Si tan sólo pudiera alcanzar los amplios campos, cuán rápido él volaría, y pronto, sin duda alguna, escucharías el bienvenido martilleo de sus puños en tu puerta.

Pero, en vez, cómo vanamente gasta sus fuerzas; aún todavía traza su camino tras las cámaras del profundo interior del palacio; nunca llegará al final de ellas; y si lo lograra, nada se lograría en ello; él debe, tras aquello, luchar durante su camino hacia abajo por las escaleras; y si lo lograra, nada se lograría en ello; todavía tiene que cruzar las cortes; y tras las cortes, el segundo palacio externo; y una vez más, más escaleras y cortes; y de nuevo otro palacio; y así por miles de años; y por si al fin llegara a lanzarse afuera, tras la última puerta del último palacio -pero nunca, nunca podría llegar eso a suceder-, la capital imperial, centro del mundo, caería ante él, apretada a explotar con sus propios sedimentos.

Nadie podría luchar y salir de ahí, ni siquiera con el mensaje de un hombre muerto. Mas te sientas tras la ventana, al caer la noche, y te lo imaginas, en sueños.

Comentá esta noticia

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.